Genís Barnosell: “Los orígenes del sindicalismo en España (1750-1868)”, en Santiago Castillo (coord.), Mundo del trabajo y asociacionismo en España. Collegia, gremios, mutuas, sindicatos…, Madrid, Catarata, 2014, p.96-138
No cabe duda de que los trabajos sobre el objeto de estudio que nos ocupa se han transformado de forma notable a lo largo del siglo XX, aumentando en cantidad y calidad y prestando atención no sólo a las estructuras organizativas sino también a los propios trabajadores, sus condiciones de vida y de trabajo y la diversidad de las formas de protesta y de negociación. Para los años anteriores a 1868, además, se ha producido una aportación fundamental, consistente en la historización del período, que ha tomado así características propias y que ha dejado de ser visto solamente como el preludio del movimiento obrero “maduro” que, en buena parte de la historiografía de la década de 1970, tomaba cuerpo solamente con la llegada del anarquismo. A este hecho ha contribuido, sin duda, el desarrollo de la historiografía mundial, y sobre todo anglosajona, y su insistencia en lo que se ha denominado el “sindicalismo artesano”, con una composición social que no se limitaba a los trabajadores de fábrica. En este texto usaré el concepto “sindicalismo” -traducción aceptada de lo que los británicos denominan de forma mayoritaria “trade union”- para referirme a formas de acción colectiva para defender o mejorar las condiciones de trabajo o de remuneración que llevaban a cabo grupos de trabajadores de oficio o trabajadores de la industria textil cualificados (o que se consideraban como tales). Aunque tanto por consideraciones apriorísticas sobre lo que es un “sindicato” como por razones documentales frecuentemente ponemos el énfasis en formas de organización permanente, debe tenerse en cuenta que la continuidad en la capacidad de acción colectiva frecuentemente recaía más en la “comunidad” de trabajadores que no en formas organizativas concretas y que la organización formal es posible y aplicable en determinados oficios o circunstancias pero no en otros y que no es la única forma de “unión” entre los trabajadores. La forma organizada que tomaba este sindicalismo era sin duda la sociedad de oficio (y podría hablarse, en este sentido, de “societarismo” o “societarismo de oficio”, como hacen algunos autores). No usaré, en cambio, el concepto “movimiento obrero”, que, al menos en su sentido más clásico, parece implicar tanto una orientación hacia la revolución como un “partido obrero” que no se encuentran en el período que aquí se analiza -de ahí que la historiografía en inglés haya utilizado el concepto “labour movements”, en plural, para analizar, a mediados del siglo XIX, tanto el sindicalismo propiamente dicho como cooperativas, friendly societies, y organizaciones políticas próximas a los trabajadores. Creo, también, que debe aplicarse con precaución el término “artesanos”, puesto que, como ya indicara Edward Palmer Thompson, oculta “grandes diferencias de grado”, “desde el próspero maestro artesano que tenía mano de obra empleada por cuenta propia y que era independiente de cualquier patrono, a los explotados peones de buhardilla” (…).
El proceso narrado hasta aquí tiene importantes paralelismos con la experiencia británica. Sidney Pollard ya nos advirtió hace tiempo que la industrialización era en toda Europa un proceso regional que no afectaba por igual al conjunto del territorio de cada estado-nación. Si la industrialización fue un proceso regional, también lo fueron, en una primera etapa, sus consecuencias sociales y los modos con que la población, y las clases populares, hicieron frente a sus consecuencias. En este sentido, Catalunya, la “pequeña Inglaterra” reaccionaba como la grande, salvados el tamaño y la cronología: con una intensa conflictividad laboral, con el ludismo, con sindicatos de oficio del sector textil y de los oficiales de los oficios artesanos de base local pero con esfuerzos muy notables de coordinación el conjunto del territorio, con la huelga -una de general en la fecha relativamente temprana de 1855-, y con intensas relaciones pero no identificación plena de los sindicatos con la política radical. Que el sindicalismo naciera en Catalunya y solamente de forma lenta se expandiera por el conjunto de España no supone, pues, ninguna gran diferencia con otras experiencias.
La idea post-modernista de que la realidad no tiene significados intrínsecos debe ser asumida por los historiadores. Efectivamente, el sindicalismo no fue ni una creación necesaria ni la toma de una conciencia, sino una opción más entre otras en el contexto de una intensa conflictividad social. Para entender su éxito debemos referirnos tanto a su funcionalidad y sus éxitos relativos ante las autoridades y patronos (cuestionados sólo en la década de 1860 por el cooperativismo) como a sus principales impulsores, hombres adultos relativamente cualificados que impusieron sus preferencias a mujeres, trabajadores auxiliares y no cualificados. Si lo que queremos, pues, es poner el énfasis en que el sindicalismo no fue una consecuencia necesaria y lógica de determinado tipo de fenómenos económicos, puede ser útil definir a la clase obrera como una “creación cultural”, un proceso en el que la identidad colectiva es creada (yo añadiría a través de una intensa actividad organizativa y política) y no, en cambio, existente a priori. Es recomendable, sin embargo, que la perspectiva cultural no nos acostumbre excesivamente a analizar la cuestión sólo desde la percepción de sus protagonistas y menos aún sólo desde las fuentes más fácilmente identificables como culturales (periódicos, panfletos, diccionarios, etc.). La composición social de las organizaciones, la estructura industrial, las técnicas de producción, deben formar parte necesariamente de cualquier análisis del sindicalismo.
He dicho antes que debe asumirse la idea post-modernista de que la realidad no tiene significados intrínsecos. No me convence, sin embargo, la forma con que el post-modernismo analiza la formación de estos significados, ni para el sindicalismo en general ni para el español en particular. Explicar el sindicalismo como el surgimiento de un nuevo sujeto por el impacto de la noción liberal de derecho natural como se ha hecho recientemente implica dos tipos de problema. En primer lugar, nos devuelve a las drásticas distinciones entre viejas y nuevas formas de movilización que ya hemos superado, a arrinconar aquellas que no encajan con la teoría (muy señaladamente el ludismo) y a aplicar criterios apriorísticos a formas de conflicto bien documentadas como las ya señaladas que existían en el interior de los gremios a las que se exigen unas características para ser relevantes que nos recuerdan demasiado a las que la historiografía tradicional del movimiento obrero exigía para incluir a conflictos semejantes en la genealogía de la “verdadera toma de conciencia”. En segundo lugar, parece olvidarse que los discursos sobre el trabajo en la primera mitad del siglo XIX fueron muy variados y que ni el liberalismo en sí ni sus variantes con influencias diversas implicaban ni mucho menos la forma concreta con que el sindicalismo dio significado a las realidades económicas. Además, el liberalismo fue una experiencia mucho más amplia que no la versión que elaboraron los sindicatos. Lo fue en Catalunya para extensos grupos urbanos, en los que se constata siempre un interclasismo mucho más elevado que el de los sindicatos. Precisamente, que la “comunidad de ciudadanos productores” que se esgrime para explicar el surgimiento del sindicalismo incluyera sólo a los trabajadores (y no a los maestros y pequeños fabricantes) era algo que a los sindicatos les distinguía más que no les acercaba a la mayoría de grupos liberales. En último término, el liberalismo tenía un importante arraigo en muchas poblaciones no catalanas con una importante clase trabajadora, conflictos laborales y cambio económico -como es el caso de Valencia. Si se insiste que lo fundamental es la atribución de significados a la realidad económica desde la teoría liberal, difícilmente puede explicarse por qué este primer sindicalismo no arraigó en Valencia o Sevilla, donde formas diversas de movilización social convivieron durante bastante tiempo con la teoría liberal. Al fin y al cabo, lo que nos preguntamos es sobre la capacidad de la industrialización, y especialmente del sector textil, como disruptor social. Afirmar como hace Margaret Somers que puede haber sindicalismo sin pizca de industrialización como en el Egipto de inicios del siglo XX, probablemente nos diga mucho sobre la infinita capacidad humana de imitación o de importación de modelos y pautas culturales en contextos sociales bien distintos. Pero no creo que nos diga mucho sobre los tejedores catalanes o ingleses de la primera mitad del siglo XIX.